miércoles, 30 de junio de 2010

Dead Pixels


De repente apareció una carpeta llena de fotografías.
Ahí estaba yo riendo, en poses, feliz.
Y también estaba ella. En situaciones similares, riendo, en poses, feliz.
Podría decirse que ambos confluíamos en esas mismas situaciones, esos mismos sentimientos. Un pedazo del tiempo de mi vida estaba atrapado en fotografías digitales dentro de una computadora. El tiempo vivido ahora materializado en bits, en ceros, en unos, de un aparato electrónico.

Permanecí largo tiempo mirando una de las fotografías. En ella ambos reíamos. Despreocupados, enamorados, felices. Imaginé una burbuja y allí, dentro de ella, ese momento del tiempo. Sin embargo en la pantalla de la computadora parecían píxeles muertos. Carentes de todo vestigio de vida. Sin tiempo.

Acerqué la imagen, la amplié aún más. Los labios de ella esbozando una bonita sonrisa ocuparon casi toda la pantalla. Aquellos labios que supe besar y saborear ahora eran un dibujo pixelado, sobredimensionado, esbozado, que nada tenían de aquellos que yo recordaba. Ni siquiera esforzándome y hurgando en los trastos de recuerdos de mi memoria podía volver a construir lo que mis labios o papilas gustativas captaban tras sus besos. Ahora todo estaba encerrado en fotografías, en imágenes del tiempo. Ese mismo tiempo al que ahora sentía atrapado como burbujas de oxígeno en los hielos eternos.

Me pregunté si parte de mí había quedado atrapado en aquellas burbujas. Si algo de mi sonrisa, de mi interior, de mis pensamientos, de mis sentimientos, estarían también habitando dentro de aquellos píxeles inertes. Tal vez sí, me respondí. A medida que uno transita vivencias en la vida impregna objetos y vidas con parte de su ser. Entonces pensé que esas fotografías tal vez no estuvieran muertas, que lo píxeles de algún modo podrían llegar a sobrevivir, a resucitar, y tan solo necesitaban un poco de mí. Una conexión única y directa con mi interior, con las memorias de la mente o el corazón. Fue entonces que apoyé mi mano sobre los labios sobredimensionados de la fotografía en pantalla y cerré los ojos. Una invisible electricidad me recorrió todo el cuerpo y pude ver aquellos momentos vividos. Ahora todos se agolpaban en mi cabeza. Deseaban mostrarse. Mis sentidos los palpaban, volvían a revivirlos. Entonces fue que una lágrima atravesó por mi mejilla, para finalmente estrellarse contra el teclado.

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(Imagen: Reeegz http://www.flickr.com/photos/39940916@N02/3672945313/ )

jueves, 24 de junio de 2010

Margot está enamorada


Me gusta pensar que el deseo que siente Ivonne por Margot es genuino y no desviado. Conozco a Margot, pero no a Ivonne, y he ahí que reside mi duda. Si Margot está enamorada es cosa seria, pues la adoro. Y por relación transitiva si ella sufre yo sufro. Eso de hacerme cargo de los sentimientos de los demás es algo nocivo para mí, pero que me es imposible de eludir. Cosquilleos me produce tal incógnita. Luego náuseas. Finalmente pánico.

Ivonne besa a Margot a escondidas. Nadie lo sabe, nadie lo ve, pero yo sí. Ni siquiera ellas sospechan que sus voces no sean tan de ellas, ni que sus caricias queden expuestas a las retinas de otro ser humano. Solo se besan, se tocan, se acarician, se desean, y se miman, en el más completo silencio. Un silencio abstraído del plano real. Un silencio en el cual solo existen ellas dos. Y Margot está enamorada. Ivonne no lo sé.

Como hombre he deseado el cuerpo de Margot desde adolescente. He soñado con un beso suyo y el deleite de su dulzura. Me atreví por instantes a empalagarme con una visión de su amor por mí, pero solo duró eso, instantes. Mi imaginación ha pergeñado asiduamente una escena en donde ella, con movimientos suaves y femeninos, se entrega desnuda a mis brazos para que yo, con mi miembro erecto, la haga mía, única, indivisible.
Pero algo falló.
Margot no está enamorada de mí, sino de Ivonne. En ella deposita su deseo carnal, sus destellos de amor, los pensamientos que atosigan su mente todas las horas del día.

Y no puedo dejar de tener miedo. Ese miedo atroz que lentamente me angustia y corre por mis nervios indicándome que tal vez Ivonne solo sea quien manipula el deseo y el cuerpo de Margot, quien juega con su Amor Veneris a gusto y placer, tal como un verdadero demonio disfruta de su banquete en pleno infierno sobre la Tierra.

Pero Margot está enamorada, y ante esas murallas yo caigo herido en un foso lleno de agua en el cual me hundo, sangrando, y finalmente ahogándome.

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(Imagen: Max Roy Stawsky (b. 1967, Uruguay) - "Valgo lo que soy" - acrílico)

miércoles, 16 de junio de 2010

Las otras vidas


A mediodía, cuando el reloj marcó la hora justa del almuerzo, salí como de costumbre de la oficina. Aquel día no tenía demasiada hambre, no obstante me dirigí a la calle Alvear buscando el mismo bar de todos los días. Nadie de la oficina almorzaba allí. Era mi secreto. El único lugar en donde yo, cada día de la semana, creaba mi propio mundo. A solas, sin que nadie que me conociese estuviera a la vista.

Sin embargo el mundo suele ser un pañuelo, tal como lo dice el refrán. A una mesa de por medio, justo al lado del vidrio, estaba ella. Fumaba un cigarrillo importado. Tabaco negro, creo. Bocanadas elegantes de humo salían de su boca formando un delgado hilo blanquecino que ascendía hasta el cielorraso lentamente. Su mirada era extraña, desconocida para mí. Parecía estar perdida en un punto que distaba más allá de este mundo. Traspasaba un plano, tal vez dos. Y sus manos, sus exquisitas manos, las mismas que habían tocado la piel del mismo hombre que yo amaba, jugaban con el cigarrillo sin cesar en un inquietante movimiento.

Ahí estaba la misma mujer que besó los labios que yo besaba cada noche.
La mujer que marcó, años atrás, la vida del hombre que yo amaba.
Ella, una completa desconocida para mí, formaba sin querer parte del mundo en el cual yo vivía. Tal vez nos conociésemos de otra vida, pensé ¿Por qué no? Almas cruzadas, vidas cruzadas, planos cruzados.
Jamás hablé con ella. Solo sabía su nombre, su apellido, su gusto por el tabaco negro, su afición al backgammon y su debilidad por la lencería negra. De a poco, con el pasar de los años, había construido un identikit de la mujer que fue el pasado del hombre a quien yo amaba.
Supongo que cree una verdadera trampa mortal. Eso sentí aquel día en el bar.

Terminó el cigarrillo, pagó la cuenta y pasando a mi lado salió del bar.
No me conocía, yo sí.
Un taxi paró y ella subió.
La vi perderse calle arriba a través del vidrio. En el salón, aún flotaba el olor a tabaco negro impregnando el lugar. Masoquistamente recordé como él mencionaba su nombre, como solía contarme sus virtudes, y el dolor por su desamor. Deseé llorar, pero no lo hice. Sorbí un poco de café y recordé al hombre que yo amaba de la mejor manera que podía: con una sonrisa. Y aunque ya no estaba a mi lado, aunque hacía poco había fallecido, el mundo parecía encargarse de darme mensajes incesantemente. Extraños mensajes. Mensajes de otras vidas que eran partícipes en la mía.


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(Imagen: Silvia Castagnino (b. 1959, Argentina) "Caja I", 2005 - http://www.facebook.com/album.php?aid=156334&id=176516014793&ref=mf#!/photo.php?pid=3759812&id=176516014793 )

domingo, 6 de junio de 2010

El lejano mundo



Hace unos años, no muchos, una mujer se acostaba conmigo. Al despertar siempre teníamos sexo. Luego, como si nos desconociésemos, cada uno se vestía en silencio, tomaba una llave del departamento y se iba. Así, sin saludar, sin siquiera volver a mirarse a los ojos. Le había tomado cariño, representaba algo importante para mi vida. Era ella o la soledad, entonces yo había elegido.

Supuse siempre que yo para ella significaba lo mismo. Se podría decir que también éramos una especie de amigos. Invisibles, sagaces, furtivos, como se le quiera llamar. No sabía dónde trabajaba, ni ella tampoco donde yo lo hacía. Solo hablábamos del momento en que vivíamos, lo que sentíamos y lo que deseábamos. Teníamos sexo al menos una vez por semana. El departamento era mío. Ella entraba, se desnudaba lentamente, y si me encontraba en la cama comenzaba a acariciarme y a realizarme sexo oral. Sin palabras, todo en completo silencio. Solo gestos, alguna que otra mirada en silencio y nada más.

Pensaba que yo no era de este mundo. “¿Ya regresaste o aún no fuiste a tú mundo desde la última vez que nos vimos?” solía preguntarme con una mirada melancólica y perdida. Yo enmudecía. No sabía qué responder. Por momentos, cuando estábamos desnudos en la cama, la observaba. Tocaba su piel, recorría sus curvas, jugaba con sus pezones, a veces solía masturbarla, a lo que ella respondía con gemidos diminutos y sus ojos completamente cerrados, tal como si viajara en un viaje en el cual yo no la acompañaba.

Eres extraño hombre de otro mundo –solía decirme. Cuando yo preguntaba por qué me respondía con las palabras “distinto” o “especial” o simplemente “único”. Yo no volvía a preguntar. Quedábamos así, tendidos en silencio contemplando el techo. Y yo pensaba en aquellas palabras que parecían flotar y chocar contra ese mismo techo, para finalmente amontonarse formando una nube imaginaria.

Un día, después de esos escuetos diálogos me dijo algo que nunca olvidé:

- No viviría contigo, estaría loca si lo hiciera.
- ¿Por qué no lo harías? –pregunté un tanto despistado por aquella afirmación.
- Porque no eres de aquí, ni de allá. Porque no eres de este mundo ni del otro. O mejor dicho, porque tengo el terrible miedo que algún día vuelvas a tú mundo y te olvides del que construimos aquí, en este departamento, en esta cama, cada vez que hacemos el amor.

Me sentí como un hombre caminando sobre la superficie de la luna. Liviano, terriblemente extraño. En ese instante supe que ella no sabía nada de mí, ni yo de ella. Ni siquiera nuestros nombres.

- Pero no te inquietes –me dijo- yo por ahora puedo ver y respirar en ambos mundos.

Después de aquel día yo volvía a mi propio mundo.


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(Imagen: Ibai Acevedo http://ibaiacevedo.com)

jueves, 3 de junio de 2010

Sobre los sueños que flotan



A veces siento que hay solo una manera de morir: flotando.
Sería una muerte suave, pienso.
Me dejaría llevar donde el viento deseara y que él mismo sea quien me muestre los secretos de esta Tierra. Aunque esté muerta los disfrutaría. Ese sentir es interno. Pulsa y late dentro de mí.
Ahora bien, a veces sueño que floto en el agua. Estoy en un sueño raro y extravagante a la vez. No opongo resistencia. Siento los pulmones llenarse lentamente de agua, la adrenalina recorrer mis venas y presiento la llegada de la muerte. No siento miedo. Siento placer, un raro placer.
Una amiga murió así. Parada en la esquina del bote echó a reír y se arrojó al río. Supe que murió al instante. Luego flotó. Sentí desesperación, pánico, miedo y finalmente paz. Mi sueño se agolpó en mi mente y me impulsó a arrojarme.
Le hice caso.
Ya no hay más sueños, ahora todo es otra realidad. Una que me permite escribir lo que siento y pienso, una que me permite flotar y divagar, tal como si estuviera en un bonito sueño.


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(Imagen: Ibai Acevedo http://ibaiacevedo.com/pictures/r-e-m-3 )