martes, 31 de enero de 2012

La Isla





Hace frío. Ya se nota en los amaneceres, en el retraso del sol al asomarse, en la piel cuando es sorprendida por las primeras luces del alba. Y pienso que todo sigue igual. Abro los ojos y veo la tenue luz del nuevo día atravesar la persiana de la habitación. Tras levantarme observo a los almendros aún dormidos, los rosales llenos de rocío, y al perro durmiendo a la par de ellos. La soledad también despierta. Se ha vuelto casi un mimo perfecto. Donde voy, donde permanezca, haga lo que haga, allí está, sentada a mi lado, susurrándome al oído, a milímetros de mi espalda.

Las primeras bombeadas de agua arrojan un líquido frío y cargado de vida. Me lavo a consciencia mojando mi rostro, el pelo, la barba, inclusive mis axilas. Siento frío, pero a la vez siento a la vida recorrerme las venas. Tras secarme observo las sierras que recortan el horizonte. Ya es otoño, me digo. Y sí, el otoño comienza a hacerse presente pintando de a poco las hojas, recargando de humedad al viento, tiñiendo los cielos de grises, apaciguando el ir y venir de los animales. Es la bandera de aviso que indica la próxima llegada de un invierno que aparentemente será cruel, y silencioso.

Sentado a la mesa, tomo mate. Miro al perro a los ojos y el animal mueve su cola. De algún modo, en ese diálogo primitivo entre humanos y perros, hay una camaradería de grandes amigos. Él lo sabe, yo lo sé. Nos sorprende el sol posándose sobre las sierras e inundando la cocina de luz anaranjada. Ambos nos quedamos mirándolo. En ese momento pienso en cuánta cuerda me hubiera gustado darle a tú corazón ajetreado, cansado, disminuído. Juro que haría eso cada día de mi vida si me fuera posible, pero no, no pude. Por más que ahora estire las manos y con ellas quiera atrapar imagenes en mi memoria siento que el intento es en vano. La muerte te ha llevado y me ha dejado la soledad en tú reemplazo.

La tristeza no es por tú ausencia, es por lo insignificante que siento mi vida al no compartirla contigo. Creéme, si me estás escuchando hazle caso a mis pensamientos, después de todo ellos son los que dicen la verdad de cómo me siento, ellos son los que filtran todo lo que mi corazón se permite sentir y lo que el dolor le transmite. El perro coloca su hocico sobre mis pies. Acaricio su cabeza, le hablo. Al mover su cola pienso fugazmente que sabe de mi dolor, que escucha mis pensamientos ¿Por qué no? Tal vez el animal tenga esa percepción que otros humanos no tienen. Tal vez te perciba a ti, y en eso sí que lo envidiaría y odiaría. Continúo acariciando su cabeza y ambos nos miramos a los ojos. Ojos de perro azul, así, como lo describiría García Márquez.

Salgo a la galería y riego tus plantas. Parecen no echarte de menos, es que hago bien el trabajo que me enseñaste: les remuevo la tierra, las abono con el regalo de las vacas, las riego respetando sus tiempos, las roto al sol para que la dósis sea justa y no dañe sus hojas. Se han acostumbrado a mí. Puedo percibirlo. Pero hay momentos, cuando estiro la mano y tomo una maceta, que me parece ver tú mano blanca, con motas propias de la edad, con tus uñas cortas y arregladas, tomándola con cariño y acercándola a tú pecho. Es ahí, justo en ese momento, que me quiebro. Una punzada me recorre de cabeza a pies pasando por todo el eje de mi cuerpo, y como si de una lágrima de sirena se tratase, mis mejillas se inundan de bronca y dolor, pero no de compasión. La impotencia de no poder traerte de nuevo, de no poder tocar tus pequeñas manos, de jamás volverte a mirar a los ojos.

El otoño ya se instaló. Con él llegan los días cargados de humedad, los vientos que juegan con la hojarasca, la desaparición del trino de muchos pájaros, y amarillareá mi corazón. Te prometo cuidar de tus plantas. Envolveré a las que lo necesiten, cortaré las hojas caducas de las que lo requieran. Si algo me olvido la soledad me lo hará recordar en las tantas horas que compartiremos. Quiero que te quedes tranquila, habrá muchos otros otoños sin ti y aún así, siempre estarás aquí, en el mar muerto que has dejado, en esta isla que estoy habitando, en éste micromundo que se ha construído.


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(Imagen de Rafal Olbinski)

martes, 24 de enero de 2012

La muerte duele




Para la chica rubia, de pelo lacio
que un día la muerte se llevó...





¿Estas tinieblas son las de la noche
o las de un calabozo?
(Amelie Nothomb, "Diario de Golondrina")




Anoche tuve un sueño. Apenas apareció la imagen en mi mente sentí tristeza y alegría a la vez. En él había una persona y yo. Sin embargo esa persona estaba muerta. La conocía, había sido parte de mi vida. Hablaba conmigo, con su característica sonrisa, sus dientes blancos como la nieve, su pelo lacio y rubio. Los ojos picarones y saltones se movían al compás de sus labios. «La muerte duele», me dijo. Entonces, ahí mismo, en el sueño, recordé que ella estaba muerta. Tuve la sensación de haberme dado cuenta de que ella estaba muerta, de haberme preguntado y planteado en un segundo que si estaba muerta por qué ahora me estaba hablando, pero enseguida todo se esfumó, y seguí contemplándola como lo hacía antes, cuando ella vivía y emanaba ganas de vivir.
Seguí soñando que ella no estaba muerta.

Cuando sueñas luchas con las sábanas, con la almohada, con las posturas que tú propio cuerpo adopta y te quedan molestas e incómodas ante la situación de estar soñando. Te movilizas, puedes reír, hasta llorar, pero siempre estás atrapado y ligado al sueño, por ese hilo mágico e invisible que entreteje nuestra mente con vaya a saber qué plano o dimensión. Y ella estaba ahí, en un momento del tiempo en donde nos habíamos conocido, con un corte de pelo que nunca le había visto, pero con su peculiar forma de hacer sonreír a quienes se le acercaban. Se mantenía viva para mí dentro de esa burbuja de tiempo, que de repente se había vuelto atemporal, contándome algo de su propia muerte. Entonces prosiguió: «pero duele poquito, y primero vas al infierno, pero no es como te lo cuentan. Es distinto. No parece tan feo. Pero solo lo vemos desde lejos. Inmediatamente después subís al Cielo».

Yo no hablaba en el sueño. Solo la veía a ella sonreír y hablarme. Después de escuchar lo que me dijo abrí los ojos, era de madrugada, se veía la claridad de la luna entrar por una de las ventanas de la habitación, el viento cargado de humedad impregnándolo todo, y mi piel fría, vaya a saber si por el sueño o por el viento. En la penumbra miré en todas las direcciones: el espejo era difuso, las paredes con los cuadros parecían dormir, los muebles quietos y en silencio. No había nadie. Solo la luz de la luna, el sonido del viento, y la imagen de ella que aún perduraba en mi mente.

¿Te habrá dolido morir? Aunque sea un segundo, ¿habrás sentido dolor? Subí la sábana hasta el cuello y me quedé inmóvil, somnoliento, tratando que la imagen de su sonrisa y su rostro no desaparecieran por completo de mi memoria. La memoria se permite jugar con los sueños. Ella decide qué sueños van a quedarse en sus cavernas y cuales no; qué imagenes y escenas deambularán de aquí para allá en sus innumerables caminos y cuales desaparecerán para siempre, sin dejar rastro y sin que sea posible reflotarlas por más que hagamos el esfuerzo.

Creo que me dolió, y mucho, su muerte. Eso pensé. Porque la muerte arrebata, sin miramientos. Es como una ventisca helada que se llega en el momento más inesperado, en un otoño cualquiera, y hace volar, rápidamente, a la hoja seca del árbol que yace en el suelo. Y el dolor es infinito. La ausencia aún más. Volví a dormirme, pero ya no soñé. Al despertar por la mañana sentía las gotas de lluvia caer sobre el pavimento de la calle, sobre las celosías de las ventanas. Una imagen de día gris quería adentrarse en la habitación. Un color oscuro, de muerte. Me senté en la cama hundiendo la cabeza entre mis manos, y pensé mucho. Al rato, me senté a la mesa, tomé una hoja de papel, una lapicera y escribí: «Querida Muerte...», al finalizar la carta, justo después de mi nombre recordé algo que debía agregar: «Post scriptum: No permitas que deje de sonreír, allí, donde la has depositado, permítele que siga siendo tan felíz como lo era aquí...» 


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(Imagen: Ryohei Hase http://www.ryoheihase.com/ )

martes, 17 de enero de 2012

Los que no saben soñar



Sueño que existe una red invisible de túneles que me conecta con cada persona que conocí y conoceré en mi vida.

También sueño que ellos sueñan lo que yo sueño y algunos sonríen dormidos, otros lloran dormidos y otros... tan solo duermen.

Esos no saben soñar.




Safe Creative #1201170931807

(Imagen: João Ruas aka Feral Kid. Yore. Heracles, 2011. Charcoal and acrylic on paper, 55 x 40 cm.)