domingo, 29 de diciembre de 2013

Soledad



Caminaron hasta el sendero que conducía a la granja. Apenas lo divisaron él le soltó la mano y ella sintió, en viva piel, el frío de la soledad. Se preguntó, en ese instante, si así siempre habría sido esa sensación horrible de perder a alg
uien, más no quiso sentir más, ni tampoco mirarlo a los ojos. Él, acercándose a su oído, susurró palabras que hieren solo corazones. Finalmente se marchó, dejándola allí, en la linde de lo que fue y lo que no, totalmente desesperanzada y devastada.

Ella comenzó a caminar. Lo hizo con extrema lentitud. De repente, como si una mano invisible la tomara de su hombro y frenara, se detuvo, se quitó los zapatos y se acostó sobre la hierba, justo al lado del sendero. Arriba, las copas de los árboles parecían hablar un idioma distinto a la superficie, los pájaros trinaban y danzaban en libertad, el sol brillaba con altivez, y el cielo, como un lienzo celeste gigantesco, parecía hacerse completamente elástico refractando todas las bondades de aquello que cobijaba.

Ya no volverá, se dijo, y sin titubeo alguno hundió la daga. Sus ojos, siguiendo la trayectoria de las palomas y los petirrojos que surcaban el cielo, se humedecieron de lágrimas y su corazón se estrujó de amor. Finalmente suspiró con mucho sentimiento y luego se dejó morir.


Miguel Luis Aguilera ©

sábado, 28 de diciembre de 2013

Impulso

A veces miramos cosas que están allí, que estuvieron allí desde hace tiempo y que permanecerán allí aún después de nuestra muerte. Da tristeza en algún punto ese pensamiento, pero a la vez también complace: esas cosas se perpetúan, inclusive tras nuestra muerte. Ese fue el pensamiento del escritor fantasma. Él sentía cierto consuelo al pensar de ese modo. Figúrate —solía decirme— las cosas están allí, inmóviles, tal como las tazas, los cuadros, la mesa, las patas de la cama, todo aletargado en el tiempo, en un sueño profundo del que nadie las molesta. Pienso que así quedaran mis textos hasta que alguien, un buen día, con flojera o sin ella, por curiosidad aunque más no sea, los tomará y leerá al menos un párrafo ¿Te imaginas?, ¡sería maravilloso!… Creo… ¡No!, ¡no!, ¡estoy seguro!, por eso escribo…

Lo que pudo ser y terminó no siendo

Ha sido en una de esas noches de agosto cuando ha sucedido el gran cambio. Así lo notó él. Ella en cambio desde el principio supo que aquella relación, prohibida y furtiva, dejaría en ambos grandes y profundas marcas. Él primero notó la tibieza de las manos de ella sobre su pecho. Era una tibieza distinta, casi desconocida. Muy distinta a otras. La tomó para sí, la atesoró en su memoria. Era como si ella con sus dedos escribiera con gracia notas en su pecho. Notas invisibles, mensajes a posteridad... marcas. Luego fue ella quien percibió el beneplácito de la recepción de aquella piel masculina enamorada. Sin embargo ninguno abrió la boca, ni movió sus labios para intentar decir algo que intensificara más el momento y terminara de unirlos.

Pronto se durmieron. El amanecer se mostró con un enorme sol anaranjado que con un baño de luz lo iluminó todo dentro de la habitación. Él dormía del lado derecho y ella del izquierdo. En medio nada. Sábanas, vacío. La noche había desaparecido, y consigo se había llevado la última posibilidad de unir a dos personas. No quedaba nada. Se había hecho todo lo cósmicamente posible.

Tras despertar se sonrieron. Años después volvieron a sonreír, cada uno por su lado, en ocasiones distintas, con un dejo de melancolía y el fuerte sinsabor de lo que pudo ser y terminó no siendo. 

Festín

Hay un buitre que revolotea sobre el cadáver de mi enemigo. Lo observo desde hace horas. Gira y gira incesantemente en la altitud celeste. Supongo que observa con sigilo la putrefacción de la carne y espera el momento adecuado para abalanzarse. Lo que la bestia ignora es que esa carne está impregnada de malicia y codicia. Supongo no le importa, ¿qué saben las aves carroñeras de eso?, ¿acaso les importa?

El buitre sigue su perímetro circular. Lo hará hasta que algo en su interior lo haga parar y abalanzarse de una vez. Yo me apresuraré a tomar la mejor ubicación para no perderme nada. Observaré todo con lujo de detalle. Cada pedazo de carne picoteado, cada trozo de tendones sangrantes, cada pecado arrancado, todo será un verdadero festín para mis ojos vengativos. 

Él lo sabe

Pienso en la inmensidad de ese bosque que a diario se muestra frente al ventanal de mi habitación. Es una inmensidad queda, que reposa silenciosa acunando a todo ser que la habita. Por momentos, mientras la observo con mi rostro pegado al vidrio, siento nacer el deseo de adentrarme en ella, de recorrerla, observarla con sigilo, escudriñar cada uno de sus rincones. Pero se me es negado. La muralla de la ciudad es tan alta. Yo soy tan diminuta. No hay posibilidad alguna que seres como yo puedan ir hacia la inmensidad del bosque. Tan solo podemos habitar lo que el mundo deja de este lado de la muralla, en donde las sombras y los grises dominan y hacen su tertulia.

Quiero, necesito, son palabras que me son siempre negadas. Aquí se prohíbe todo impulso expansivo. Solo nos resta soñar con el rostro pegado al vidrio del ventanal. Es entonces, cuando miro hacia la inmensidad, que suelo preguntarme si habrá otras como yo que desean y anhelan la libertad. La muralla es tan infinita, nos limita tanto… Tan solo la gran puerta situada en medio de ella es capaz de permitirnos llegar al bosque, pero es imposible. El bosque lo sabe. Los que habitan en él también. Supongo que nos observamos mutuamente: nosotros anhelando adentrarnos en la vastedad y ellos intentando explicarse por qué hay mundos tan carcelarios. 

jueves, 10 de octubre de 2013

El odio es así




El odio es así. Surge de un modo inesperado. Acecha en las miradas, en tu mirada, y se escabulle, se te escabulle, sin freno,  en el momento menos esperado,  en el cual te conviertes en una presa insignificante y temerosa que cae rendida a merced de uno de los sentimientos humanos más viles.

Es verano, esa época en que los cuerpos están más cerca del mundo, y vos, desnudándote frente al espejo, logras que mi parte más vergonzosa se exalte y pida clemencia. Tu mirada me rechaza, es esquiva a mis pupilas y sé que es por ese mismo odio que mutó del amor ya fallecido. Observo tu cuerpo, tus curvas, tus senos, la fragilidad de tus pezones, el monte perfecto que tus nalgas forman sobre la cama. Sin embargo más que nunca sé que sos fémina inalcanzable, recargada de un sentimiento oscuro capaz se aniquilar casi instantáneamente como el cianuro.

Te acuestas y ya no me miras. Soy parte de una naturaleza muerta de un pintor venido a menos. Conformo todo lo que nunca quisiste ver en un hombre, y todo fue pasando tan lento, tan invisiblemente, así, como cuan pócima perfecta usada por el hábil envenenador.

El odio es así. Te convierte en un objeto innecesario, capaz de estorbar y sacar de las casillas a esa persona que una vez te profesó amor eterno palabras hermosas cargadas de rocío estival y olor a vides.

Ya no puedes quitarte ese sentimiento hacia mí. Sostengo, irremediablemente, que nunca lo harás. Tan solo no puedes, y créeme que te comprendo.

No habrá otro verano como éste. Es fácil deducirlo, pues será el último. Ya no habrá noches en la playa, ni caminatas por el parque, ni cenas con amigos, ni búsqueda de estrellas fugaces antes que la constelación de Orión se esconda. Todo decanta en un embudo dantesco, gigante, surrealista, que con gran voracidad engulle todo lo que resta... y es que ya casi no resta nada...

El odio y el verano no se llevan, hoy puedo afirmarlo. Intento entender lo sucedido, hacer la autopsia correspondiente al cadáver de nuestro amor fallecido, pero es en vano, me lío, me entorpezco como un niño bobo haciendo una diablura inocente. Me obsesiono con encontrar la punta del ovillo y tirar del hilo, encontrar la trama, visualizar el día en donde vos doblaste a la izquierda y yo a la derecha. Pero es inútil. Día tras día termino rindiéndome a los pies del mismo sentimiento nefasto que se apoderó de todo tu ser maravilloso. Nazco, muero. Nazco, muero. Y ese ciclo es a diario… y finito.



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viernes, 4 de octubre de 2013

El túnel al mar



Pienso en Cynzia, últimamente me es imposible no hacerlo. Cierro los ojos y justo en ese instante viajo a una velocidad vertiginosa por un túnel, estrecho, un tanto lóbrego, que finalmente me deposita en una estancia solitaria, en la cual apenas llego puedo oler su fresco perfume, inclusive el eco de su risa.

Quiero abrir los ojos pero me es imposible. Ya está, el ciclo ha comenzado y es imposible detenerlo. Estoy en esa estancia, rodeado de soledad, con los sentidos en alerta, terriblemente perceptivo, presintiendo más y más la presencia de Cynzia.

Sus dedos, finos y largos, yacen al costado de su cuerpo inmóvil. Los recorro con mis yemas. Están fríos, demasiado fríos. Hay paredes blancas, muy blancas. Una ventana. Tras asomarme veo la playa, el sol altivo, deduzco que debe ser mediodía, su hora favorita. Me vuelvo hacia ella y sigue allí, inmóvil, bella, tan bella como siempre.

A lo lejos el mar murmura. Es un lenguaje extraño que jamás entenderé. En mis momentos más infames y desesperados, mientras lo recorría y maldecía desde la playa, pensé muchas veces que deseaba hablar conmigo, transmitirme mensajes desde sus entrañas, acompañar mi dolor con su inmensidad. Prefería pensar eso a racionalizar la terrible vastedad solitaria.

Cynzia solía decirme que el mar nos cobijaba, que era parte de nosotros dos:

Tú no lo crees decía pero el mar se nos ha metido bajo la piel.

Yo tan solo le sonreía. Ella entonces dejaba su gesto rígido y me retornaba una sonrisa mucho más luminosa que la mía. Me encantaba ese juego, ese cruce de palabras, esa ida y vuelta que nacía de la nada misma.

No debes temerle al mar. Piensa que está ahí, expectante, cuidándonos, velando por nosotros.

Eso mismo pienso en los últimos tiempos. Una imagen se me dibuja cuando lo veo: un gigante adormilado, consolándome, ayudándome a ahogar el vacío.

Tras varios minutos con los ojos cerrados termino finalmente por abrirlos. La luz de la media tarde me enceguece por un instante. Todo es más luminoso que de costumbre. Ya no percibo a Cynzia. El oleaje se ha retirado un poco de la playa, hay espuma esparcida y junto a ella yacen los recuerdos. Se ha ido, ha vuelto una vez más a su mar.



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(Fotografía: Mark Avgust)

jueves, 3 de octubre de 2013

En papel...

Después de tantos años, tantas insistencias de gente querida y consejos de otros, decidí participar en la Antología del VII Encuentro Nacional de Narradores y Poetas "Unidos por las Letras", Bialet Massé (2013)...


Tal vez 2014 me esté esperando agazapado para darme el ultimatum de escribir mi primer libro de relatos largos...

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Rojo, tan rojo como la mismísima muerte




Calculé el tiempo rápidamente.

Reconozco que era un momento de suma ansiedad. Podía analizar los algoritmos complejos que evaluaban mis circuitos mientras realizaba más y más tareas. Pocas veces había logrado algo semejante.

Volví a recalcular el tiempo. En ese instante incluí la variable que me acercaba a su humanidad. Era demasiado experimental, algo que tan solo yo como robot calificado para tal experimento podía concluir, y sin embargo quité todas las posibilidades negativas del medio para poder obtener conclusiones positivas, de tal modo que me permitieran accionar sin trabas.

En algún punto sopesé que hacía trampa. Pero siendo robot, siendo una máquina, sabía que no podía sentir cosas negativas por ello. Mucho menos el humano sentimiento de cargo de conciencia.

Nuevamente recalculé el tiempo. Esta vez observé las hojas rojas de los árboles. Eran preciosas. Los algoritmos de imágenes arrojaban picos altísimos de perfección. Perfección suprema, verdadera belleza. De ahí mi conclusión. Giré sobre mi rotor y observé las montañas. Sus laderas, rojas, completamente rojas, parecían teñidas de sangre. Algunas cabras salvajes se mantenían inmóviles, sobre las rocas. A lo lejos, aún podían observarse las densas humaredas, claras señales de una guerra cruenta entre máquinas y humanos.
Según los cálculos realizados por mi unidad aritmético-lógica en poco tiempo mi vida útil cesaría. Quedaría abandonado como chatarra vieja, inexpresivo, fútil ¿Sería así la muerte humana? Esa respuesta no podía concluirla. Sin embargo, mi circuitería de avanzada lograba experimentar sientas emociones humanas vinculadas con mi propia inteligencia artificial. Supe así que yo moriría, sí, tal como lo hacen los humanos.


Durante horas divagué por el terreno adyacente. La soledad era perpetua. No había humanos, no había máquinas. Tal vez la muerte generara ese tipo de escenografía. Grababa cada instante en mi memoria a medida que el tiempo iba agotándose. La cuenta regresiva era inevitable. Todo llega a su fin: máquina, humanos.

Un viento proveniente del sur llegó con el frío característico de la zona. La temperatura descendía bruscamente a medida que se aproximaba el anochecer. Continué avanzando en busca de un refugio en donde dejar mi unidad apagarse definitivamente. Avancé en dirección al suroeste. Las lindes de las montañas y el bosque servían de guías. Después de un buen rato de avanzar, ya cuando las últimas luces del atardecer se extinguían, la alarma de batería se encendió indicando el inminente final. Llegué a estacionarme al pie de una gran roca, al cobijo de dos enormes árboles. Apoyé la parte trasera de mi unidad contra la roca y esperé. 

Los minutos pasaban y el contador avanzaba sin piedad. En un ciclo finito dejaría de existir como máquina y el universo seguiría su continuo e incesante avance. Todo transcurría tal como el programa de finalización de servicio ejecutaba. No había error alguno. Tan solo quedaba esperar. 

Fue entonces que percibí una luminosidad reflejarse contra las rocas. Provenía de unos cuantos metros más adelante, justo donde terminaban la columna de árboles. Era un grupo de tres humanos sentados alrededor de una diminuta hoguera. Deduje que se aprestaban a pasar la noche. No tardaron en notar mi presencia. Pronto uno de ellos rompió el grupo y avanzó hacia mí.

—Es un robot. Una vieja unidad a punto de apagarse –dijo al llegar a mi lado.

Los otros dos se le unieron. Mis sensores podían captar su curiosidad, y como sus ritmos cardíacos se aceleraban. 

—Malditas máquinas. Ellas han iniciado esta guerra. Deberían apagarse completamente y quedar reducidas tan solo a chatarra.

Los otros dos asintieron con sus cabezas.

En la fría noche ya reinante los ojos de los humanos brillaban con cierta ira. Mis escudos de defensa se habían desactivado y la unidad central de proceso percibía peligro inminente. Pronto, cada uno a su tiempo, comenzó a golpear mi unidad. Descargaban con rabia cada golpe. Asestaban con piedras, palos, e inclusive con patadas. Así continuaron un buen rato. Analicé el daño. Era elevado. Sin embargo poco importaba. Tan solo restaban minutos para apagarme.

Después de la golpiza los humanos volvieron a sentarse alrededor de la hoguera. Uno de ellos se había cortado sus manos tras asestar los golpes. Los otros continuaron mirándome de soslayo por un momento. Luego se olvidaron de mí y se recostaron alrededor del fuego.

Logré levantar la unidad del suelo con mucha dificultad y a colocarla nuevamente contra la pared. Analicé lo sucedido. Reproduje unas cuantas veces el video de la golpiza, los ritmos cardíacos, el sonido de las voces, la intensidad de las mismas. La conclusión arrojada era “odio”, algo ininteligible para mí, pero que coincidía a la perfección con el programa de reconocimiento humano ¿Por qué yo no podía odiarlos a ellos? No estaba dentro de mis límites analíticos tal respuesta. Arriba, a lo lejos, un par de estrellas fugaces cortaron el manto oscuro como si se tratase de dos luciérnagas en medio del bosque. Bonito mundo, dije. Me sorprendí al hacerlo. Mi programa de inteligencia artificial no me permitía tal tipo de análisis, pero aun así lo había dicho.

La luz de la luna baño prontamente la ladera de la montaña y avanzó sobre la copa de los árboles. Las hojas rojas diseminadas sobre el suelo se tornaron de un color gris plata. El viento las arremolinaba y las arrojaba por doquier. La temperatura ahora había descendido bajo cero. El mundo había entrado en su proceso de letargo. Dos minutos para apagado total. Dos minutos para que dejara de ser una máquina útil y convertirme en un montón de hierros buenos para nada.

De repente, cuando solo faltaban segundos para extinguirme, uno de los humanos dejó la hoguera y se aproximó. Avanzó y se detuvo a no más de treinta centímetros. Me observó con cierta calidez. Sus ojos ya no tenían el brillo exaltado de odio.

—Estúpida máquina…

Escuché sus palabras con atención. Su voz era lastimera. Había un dejo de clemencia en ella. Posó una mano en mi cabeza y recorrió el metal con sus dedos. Mis algoritmos de inteligencia artificial se dispararon aceleradamente arrojándome un sinnúmero de conclusiones. Todas decantaban en sensaciones de compasión, cariño, perdón. Durante los últimos diez segundos de existencia guardé una copia de todo lo vivido durante la agonía de mi desactivación. Tal vez algún día una máquina más inteligente y avanzada que yo comprendería mejor aquellas sensaciones. El contador llegó a cero y una a una las baterías del sistema fueron apagándose. Pronto la unidad central de proceso dejó de dar órdenes quedando para el último instante la grabadora conectada. 

El humano aproximó su rostro y logré ver que una lágrima recorría su rostro ¿Estaré muriendo? Enseguida, una luz roja como la sangre lo ocupó todo, así, como las hojas rojas que poblaban la copa de los árboles en el río rojo que se visualizaba sobre la ladera de la montaña.



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 (Imagen: tomada de internet)

miércoles, 31 de julio de 2013

La Oscuridad




  
Mercedes estaba acuclillada en la playa, con un cigarrillo entre sus finos labios, juntando arena con sus manos, que dispersaba poco a poco alrededor de sus piernas. Fue tan solo un momento el que pasó en esa posición, pero bastó para que Federico Gálvez se enamorara un poco más de ella. Dícese del amor que es una de las cosas más tontas que pueden encontrarse en el universo, y así lo parecía si se miraba fijamente a los ojos de aquel hombre.

Después de un buen rato Mercedes terminó su obra maestra. Había juntado tanta arena de playa que alcanzaba para hacer un castillo gigantesco. Federico Gálvez aplaudió a su amiga a más rabiar.

—¿Qué hará con tanta arena, señorita Mercedes? —dijo Gálvez con aire curioso e inquisitorio a la vez.

—Aún no lo sé, señor Gálvez… ¿Alguna propuesta?

Federico Gálvez se sonrojó y ante semejante proposición solo se limitó a balbucear y hacer el ridículo con gestos que no explicaban ni orientaban en nada.

—Al principio había pensado en un castillo de arena. Pero eso sería algo muy vulgar, sabe. La vulgaridad es algo que mis padres siempre erradicaron de mi vida, y siéndole sincera, me alegro mucho por ello. Luego pensé en un paredón de arena que impida que el oleaje avance. Tal vez sirva para detener el oleaje por un rato y así poder echarme en este pozo que ha quedado a leer o a tomar sol. Pero tampoco sé si eso es lo que quiero. En realidad, señor Gálvez, en este momento me siento como una verdadera chiquilla indecisa. Pensé que había superado esa etapa hacía mucho tiempo, pero heme aquí…

Gálvez la contemplaba con cariño. Era imposible para él ocultar de su rostro las señales del enamoramiento. Mercedes sonreía y hablaba al mar.

—Tal vez algo alocado vaya de la mano con esa etapa de indecisión que considera tener en su vida, señorita Mercedes. —dijo Gálvez con aplomo.

—¿Algo alocado?, ¿algo como qué, señor Gálvez?

—Tal vez… ¿enterrarnos en la arena?

La joven hizo estallar de júbilo su rostro y sus ojos se llenaron de una luminosidad inaudita.

—¡Exacto! —exclamó.

Gálvez se recostó en la arena y Mercedes lo hizo con lentitud a su lado. Entre ambos jalaban la arena acumulada y la desparramaban sobre sus cuerpos. Reían como niños.

—Es una excelente locura, señor Gálvez.

Él no respondió, tan solo se limitó a seguir con la tarea. Cuando estuvieron lo suficientemente tapados hundieron el último brazo bajo la arena tibia dejando solo sus cabezas al aire libre.
Se miraron por un momento mientras seguían riendo. Parecían jugar como dos chiquillos haciendo de las suyas.

—Creo que estamos locos, señor Gálvez.

—Creo que estoy loco —dijo él apoyando su frente sobre el pelo de Mercedes.


El viento levantó unas nubes en el horizonte y las gaviotas comenzaron a caminar por la playa en busca de comida. La arena, esa prisión bajo la cual ahora estaban sujetos, se volvió lentamente más fría. El atardecer no tardaría en caer. Sin embargo, para Federico Gálvez aquello no era nada por lo que preocuparse, estaba en medio de la luz, después de haber conocido durante tantos años de soledad tan solo oscuridad.




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(fotografía: internet, desconocido el autor)

martes, 30 de julio de 2013

La viuda





Fue en septiembre, cuando el tren retornaba agónicamente hacia el pueblo, atravesando la serranía. La viuda Linares había sacado la cabeza por la ventanilla y dejaba que el viento fresco diera de lleno en su rostro. Sonreía. Nunca la había visto sonreír de ese modo.

Hacía no más de siete meses que su esposo había fallecido. Un escritor notable, talentoso, con ese poder necesario que hace que un hombre se adueñe de la palabra escrita y lo comparta con sus semejantes. En el pueblo era una eminencia. En la capital era persona de renombre. Inclusive en Europa había sido elegido entre los mejores escritores de los últimos veinte años. Toda una vida dedicada a las letras, a la prosa, a la narrativa, y de repente nada. Ese mismo viento que ahora espabilaba a la viuda Linares se había llevado consigo casi toda la esencia de lo que había sido su hombre en vida.

Mientras me mantenía en el asiento, aferrado como si estuviese sobre el lomo de una bestia, contemplé durante largo rato ese disfrute inocente de la viuda. Había en ello cierto aire de resignación ante la muerte y su guadaña afilada y silenciosa. Fue la viuda, quien después de varios minutos con la cabeza fuera, se volvió hacia mí preguntándome:

—Dígame, Efraín, ¿a qué sitio ha viajado todo aquello que mi esposo impregnó con su impronta en este mundo?

Comencé a balbucear, luego a tartamudear; en realidad no supe qué responderle.

—Está bien. No necesito que me responda si tiene que pensarlo. Creo que nuestro paso por la vida es tan efímero, Efraín…

Volvió a sacar la cabeza por la ventanilla y nuevamente su pelo jugueteaba con el viento. Me limité a observar hacia delante, la fila de asientos semivacíos del vagón. El traqueteo del tren se dejaba devorar por el silencio del paisaje. El sol, ya poniéndose, teñía todo de color anaranjado. La viuda Linares seguía en la misma postura, abstraída con el paisaje, hipnotizada por el viento serrano, y yo, continuamente asido al asiento, me preguntaba quién recordaría mi existencia el día que la muerte se dignara llamarme. Sin respuestas lógicas solo pude esbozar una infeliz sonrisa. Esa misma sonrisa que muchos esbozan al final de sus días, en el lecho de muerte, cuando en realidad comprenden que la vida es solo eso, un mero suspiro cósmico.




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(Fotografía: http://butisitartphoto.tumblr.com/)

viernes, 19 de julio de 2013

Miedos




―A veces lo siento cernirse sobre mí...
―¿Te refieres al miedo?
―Sí, eso mismo, al miedo. Lo siento desde siempre, desde niña. Está ahí, acechante, observándome.
―Tal vez es solo sugestión, algo que tú subconsciente manipula a su antojo y tú reaccionas a ello.
―No ―dijo ella― ¡no!... está ahí, es que tú no lo ves…
―Lo siento ―dije― pero no, no lo veo...
―¡Nunca lo ves!

En su rostro pude ver reflejada la sombra de mi incomprensión. Noté en el destello de su mirada el abismo que en ese instante nos mantenía separados, con una distancia marcada e insondable.

―Es un miedo que desde siempre se ha hecho presente en mí. Se profundiza al entrar en los caminos del bosque. Apenas logro avanzar unos pasos lo siento reptar desde el suelo a través de mis piernas, subir por mi cintura, atravesar mi espalda y acomodarse allí, bien detrás mío, donde mis ojos no escudriñan, y tan solo mi percepción logra devolverme un escalofrío indicándome que está allí, que el miedo me acecha, me observa, y en cierto modo soy la presa elegida.

–Eso es terrible –dije–, nadie puede soportar algo así durante mucho tiempo. Creo que estás sugestionada... tan sólo eso...

Sin embargo noté en su rostro una vez más rastros claros de falta de entendimiento. Era evidente que aquella chica sentía miedo. Algo la acechaba. Yo no podía decir en ese momento si era algo real o imaginario, sin embargo algo había en su relato que me indicaba que el miedo se hacía presente, tomándola de sorpresa y acaparando todos sus sentidos.

Caminamos un poco más, adentrándonos en el bosque. Era fines de otoño, la hojarasca parecía cobrar vida, y los árboles, casi en completa desnudez, nos observaban desde el costado del camino, con solemnidad y ese respeto silencioso que tan solo guardan aquellos que mantienen secretos y los callan.

La caminata valió la pena. Después de un rato, y tras atravesar hierbajos altos y rosales salvajes, dimos de frente con el lago. Llegamos hasta la orilla y sin decirnos palabra tan solo contemplamos la quietud del agua y la magnificencia de aquello que nuestros sentidos captaban.

–Hoy no he tenido miedo –dijo ella, tras mirarme de soslayo–. Tal vez se deba a que estás a mi lado.

Fue en ese momento que pude percibir mi conexión con ella.

–Tal vez –respondí–. A veces algo de compañía ahuyenta los miedos.

Se encogió de hombros y contempló nuevamente el lago. A lo lejos unos patos salvajes se echaban al agua, moviendo sus alas y emitiendo sus característicos e inequívocos sonidos.

–Me gustaría ser como los patos –dijo ella–. Viven aquí, en medio del bosque y no tienen miedo. Pasan noches enteras en la oscuridad acechante y sombría y aun así al amanecer caminan hacia el agua, se meten en ella, y están como si nada. Quisiera eso para mi vida.
–Nunca pensé en los miedos de un pato.
–Yo tampoco, es la primera vez –dijo, luego se echó a reír, con esa risa tan femenina y agraciada.

“Vamos a aquel sitio”, dijo señalando una especie de pequeña playa de arena gris que asomaba a unos pocos metros. Caminamos y tras llegar nos descalzamos. Luego ella se sentó sobre la arena, bien a la orilla del agua. La seguí, y me senté a su lado.

Desde ese punto el lago parecía otro. Incluso el bosque se veía distinto. En lo alto, bien sobre la copa de los árboles, bandadas de pájaros trinaban y se movían histéricamente de rama en rama. Nos mantuvimos en silencio por un instante observándolo todo. Tuve intención de abrazarla, atraerla hacia mi pecho, oler de cerca el perfume de sus cabellos, inclusive sentir el casi inadvertido movimiento rítmico de sus fosas nasales al respirar, pero tan solo me limité a contemplar en derredor y a presentir su presencia mezclada con aquel anhelo. Sopesé que no estaba bien aquello que deseaba, y la vergüenza me paralizó.

Acuclillados en la orilla observamos la superficie del agua.

–Está demasiado sucia el agua de éste lago. Su oscuridad es un tanto pegajosa y atrapante. Me pregunto qué hay debajo... –comentó ella.
–Tal vez una inmensa soledad –respondí yo.

Giró su cabeza y me observó por un momento. Parecía pensar y buscarle un significado a mi comentario justo delante de mi rostro. Podía ver cómo la dominaba la curiosidad y el ansia de analizar y tomar en serio las opiniones de los demás. Durante el tiempo que la conocí siempre sostuve que era una persona con amplitud de criterios y sumo respeto. Seguramente eso también la hacía atractiva y rara a la vez. Metió una mano en el agua y la mantuvo allí un rato.

–Está helada... Profunda y helada.

Jugó un rato con su mano dentro del agua. Yo tan solo observaba.

Siendo invierno la luz del sol declinó temprano. Los pájaros dejaron de trinar y jugar, y la copa de los árboles comenzaron a mecerse con más tensión y brusquedad. Tal vez alguna tormenta cercana se avecinaba, no lo supe nunca. Decidimos que ya era hora de volver. Sin embargo a ella eso no parecía preocuparle. Más bien hizo un gesto de aceptación con un ademán de desagrado cuando dije de emprender la partida. Creo que la soledad del bosque le gustaba. En realidad ella era como mimética con el bosque. Había una comunión, un enlace invisible y profundo, que escapaba a mi entendimiento.

Dejamos la orilla y enfilamos hacia los hierbajos. De repente se detuvo tomando firmemente mi mano. Sus ojos se volvieron vidriosos y en cuestión de segundos su rostro se compungió, llenándose de un dolor desconocido, dando lugar a lágrimas que recorrían su rostro como un hilo de agua surcando el cauce de un río. La abracé con fuerza. Podía sentir sus latidos. Su corazón bombeaba con mucha fuerza. Pensé en una cascada, altísima, cayendo con bravura contra las rocas de un abismo.

–Siento miedo nuevamente. No puedo explicarlo ¿Tu no lo sientes?, ¿acaso no notas su presencia?

Negué con la cabeza. Metí mis manos en los bolsillos del jeans y me quedé absorto, mirando sus ojos cargados de lágrimas.

–¿Sabes?, nos parecemos al bosque –dijo.
–¿Porqué lo dices?
–Siempre lo he pensado. Mira a nuestro alrededor: el bosque está repleto de claroscuros, silencios, enigmas, misterios, al igual que nosotros. No nos diferenciamos casi en nada. Cada uno de nosotros tiene un bosque dentro, en el cual florecen todas esas cosas que te he mencionado. Inclusive, el mismo miedo.
–Sí... el miedo –dije mientras pensaba lo que ella me decía.
–El miedo dirige en parte la gran orquesta de éste bosque. Supongo que el de cualquier otro también. No lo puedo asegurar, nunca he conocido otro bosque que no sea este. Pero no tengo dudas que el miedo es parte de este bosque. Sin el miedo el bosque dejaría de ser como es.
–¿Y cómo es el bosque? –pregunté ahora un poco confundido con sus pensamientos.
–El bosque es un perfecto titiritero. Juega con los miedos, los muestra y moviliza a su antojo, según quien se interne en él. A veces pienso que cuando penetro en el bosque él se pone contento, pues sabe que podrá jugar con mis nervios, mis pensamientos, y poco a poco comenzará esa sensación fría a deslizarse por mi espalda, dando lugar a un miedo que lentamente se convierte en atroz. No estoy loca, si es eso lo que crees...

Negué firmemente con la cabeza sin añadir una palabra. En realidad no pensé jamás que estuviese loca.

–Estar loca es otra cosa. Yo no estoy loca. Y si te he contado esto es porque confío en tí... ¿Puedo seguir confiando en ti?
–Claro, todas las veces que quieras –respondí.
–Pues eso pensé. Eres mi amigo, en quien más confío. Ni siquiera a mis padres les hablo sobre lo que me pasa “o siento”. Sé que se reirían. Ellos no comprenderían a una hija adolescente hablándoles de sus miedos o pensamientos.
–Yo no estaría tan seguro de eso.
–Yo sí –dijo con certeza–, ¡yo sí lo estoy!. Los conozco demasiado bien, y sé que de primeras gustarían de encerrarme de pupila en alguna de las escuelas de la zona. Por eso callo. Por eso mismo ya no cuento nada. Solo a ti... como siempre.

Sonreí. En ese preciso momento me sentí único para ella, y a decir verdad era una bonita sensación.

Al fin dejamos atrás los rosedales. Ya comenzaba anochecer. Debíamos apurar el paso, de lo contrario nuestros padres nos echarían de menos y darían aviso a la policía.

–¡Anda, vamos, debemos ir más rápido!

Caminamos a toda prisa hasta llegar a las vías del tren. Una vez allí debíamos separarnos. Ella se marcharía en dirección oeste y yo en dirección contraria. Así de contrarias también parecían nuestras vidas. Nos dimos un abrazo pequeño, escueto, con cierta timidez. Mientras la tuve apretujada contra mi cuerpo volví a sentir sus latidos al igual que a orillas del lago. Tal vez aquellos latidos tan sonoros se producían por mi presencia. En realidad yo quería que eso fuera así.

–Te echaré de menos –dijo ella–. Me encantaría que me acompañes a casa pero sé que se haría muy tarde para llegar a la tuya. No tengas miedo...
–No lo tendré. Confía en mí.
–Claro... siempre confío en ti, ya te lo he dicho.

Besó suavemente mi mejilla con un beso delicado, para luego alejarse y perderse en el camino. Me quedé allí, esperando a que se diera vuelta y me mirase una vez más. Pero no lo hizo. Llevaba sus manos enganchadas en la mochila y su pelo recogido en una cola de caballo que se bamboleaba rítmicamente al compás de sus pasos. Mientras más se alejaba por el camino más y más insignificante me parecía ¿Así seremos todos de insignificantes al marcharnos?, pensé.

Ese anochecer volví a casa más tarde que de costumbre. Mi padre fumaba en su pipa mientras sacaba filo a unos cuchillos de caza, y mi madre comenzaba con los preparativos de la cena. Lo de siempre, ni más ni menos. Pasé derecho a mi habitación tras saludar a regañadientes. Recibí el eco del saludo de ellos, pero a decir verdad poca atención les presté en ese momento. En mi cabeza rondaba la imagen de esa chica tan enigmática. Una escena se repetía una y otra vez dentro de mi cabeza: ella, caminando solitariamente por los lindes del bosque, y de repente, un animal gigante, tal vez un lobo o un zorro salvaje, salía a su encuentro, abalanzándosele, mostrándole sus dientes filosos, jadeando a pocos centímetros de su rostro. Esas escenas me alteraban en demasía. Esa noche no cené. Tan solo me metí en la cama y observé la noche engullirse todo lo que tocaba con su manto. Pensaba, no podía dejar de pensar.

En plena madrugada un ruido me despertó. Sobresaltado, y con los latidos del corazón a flor de piel, pegué un salto de la cama y observé por la ventana. El postigo golpeaba sin control contra la pared. Un viento fuerte y helado azotaba el pueblo. A lo lejos, el bosque parecía estar en posición fetal, cubriéndose con la copa de sus árboles más altos, intentando pasar la noche helada. Salí de la habitación en penumbras y bajé por las escaleras. Mis padres dormían. Salí al porche. El viento sí que era helado. Los altos eucaliptos del vecino se balanceaban con un frenesí contagioso. Muchas hojas volaban por todos lados. Sin embargo no se veía tormenta.

Era tan solo una noche estrellada, de luna casi llena, y muy fría. Caminé unos metros avanzando sobre el jardín. Sentía el cuerpo helado, mis pies duros. Observé el contorno de la luna mostrando una aureola de humedad. Giré trescientos sesenta grados observándolo todo alrededor. Mucha oscuridad, mucho clima hostil. Tuve miedo. No sé si era el mismo miedo que ella sentía e intentaba siempre transmitirme con palabras. Pero era miedo. Se sentía opresor, como si estuviera allí afuera, al acecho, moviéndose con sigilo detrás de las cosas camufladas por la oscuridad reinante. Quise echarme a correr, volver a la casa, meterme en la cama, taparme hasta la cabeza, pero no podía, estaba inmovilizado. Entonces me pareció verla, a lo lejos, al final de la calle. Al principio pensé que era solo mi imaginación, pero no lo era. Era ella que avanzaba lentamente hacia mí. Su figura se agigantaba a cada paso y mi corazón parecía estallar en cada instante. ¿Qué hacía en medio de la noche helada?

Se detuvo frente a la cerca y desde allí me observaba. Su cuerpo se mantenía mitad en la sombra de la noche y mitad bañado por la luz de la luna.

–¿Qué haces aquí? –balbuceé mientras mis dientes castañeteaban por el frío.

No respondió, tan sólo se limitó a sonreírme.

Conocía su rostro. Lo conocía muy bien. Por ello puedo jurar que ella no parecía ella. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Su cola de caballo se mantenía inmóvil y el frío parecía no invadirla. Volví a sentir miedo. Tuve intención de ir hacia ella pero tampoco pude. Algo me detenía. Tal vez el mismo miedo.

Extendió su mano y me señaló. Lo hizo con frialdad, de un modo incomprensible. Comencé a caminar hacia ella como un poseso. Al tenerla a metros de mí su imagen se desvaneció. El miedo terminó por petrificarme. En ese instante desperté y observé el techo de la habitación. La noche estaba en su cima, y yo había sucumbido ante el miedo.





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(Imagen: Internet)

viernes, 10 de mayo de 2013

Que los cumplas... Feliz...






Eran las doce de la noche cuando todos comenzaron a cantar Feliz Cumpleaños. Te lo cantaban a vos, pero no te dabas por aludido. Todos sonreían, aplaudían, cantaban fuerte hasta casi dolerle sus gargantas e irritarse sus manos. Y vos… vos nada. Solo pensabas en ella. En que la habías visto llegar acompañada por el hombre con el cual salía de vez en cuando, por el hombre que algunas noches la hacía suya; ese mismo con el cual te preguntabas ¿Por qué lo hace?, y jamás encontrabas una respuesta que llenara de completitud tú machismo.

Sin embargo, ella ahí estaba. Con un vestido negro al cuerpo, breteles finos, aros pequeños, un escote amplio que resaltaba su buen busto, ese mismo busto que tanto deseabas y que en realidad no te atrevías a confesar ¿Por qué? Solo tú sabes el porqué de tal represión.

Tras aminorarse la algarabía del cántico del Feliz Cumpleaños todos volvieron a beber y a comer. El alcohol corría libremente. Las miradas comenzaban a mezclarse con lascivia. Vos estabas ausente de ello, nada te tocaba, en realidad no te interesaba. Fue de repente que ella le habló al oído a su acompañante. Él, respondió con caballerosidad, y vos sentiste fuego en tus sienes. Ese mismo fuego que sienten los machistas, el fuego que carcome el cerebro desde dentro hacia afuera y te doblega haciéndote un hombre pequeñito, miserable, insignificante.

Entonces recordaste. Sí, recordaste. Un día frío, de comienzos de invierno, en la casa de veraneo, alejada de la ciudad. Tras llegar estacionaste el automóvil al costado de la casa y apenas bajaste te dirigiste al banco situado debajo de los álamos. Corriste las hojas amarillas y muertas con tu mano y te sentaste a contemplar la serranía. Era una tarde inmaculada. Sin embargo tu mente estaba inquieta: pensabas en ella.

Sí, en ella. La chica que escribe poemas y habla de Neruda, de Benedetti, de Girondo, inclusive de su fervoroso fanatismo por Wislawa Szymborska. Ella, la chica de contextura diminuta, que sonríe como una diosa intocable, la cual tiene labios finos y dulces como la miel, y esa mirada fría y penetrante, que siempre, desde el momento que la has conocido, ha horadado tu corazón. Esa misma mujer estaba en tus pensamientos, allí, justamente a tu lado, en aquella tarde invernal, en medio de la nada, haciéndote compañía, enamorando tus sentidos, exaltando todo aquello que siempre sostuviste como supremo y magnánimo, y a su vez clavándote puñales en las bases de tus principios: fidelidad, amor, respeto.

Esa misma mujer, estaba allí, en tu cumpleaños cuarenta y uno. Se paseaba entre los invitados, con su pelo recogido, su perfume característico, su nuca al descubierto. La veías pasar como un fantasma que por más materializado que estuviera era imposible que te comunicaras con él. Estallaste en mil pedazos cuando su acompañante volvió a hablarle al oído, a gesticular con gracia, a sonreírle, y ella… ella le respondía con una sonrisa, de esas, que tanto amabas, y que hacía tiempo ya no veías.

Subiste por las escaleras y te paraste en el segundo piso. Hiciste las señas correspondientes y paraste la música. El DJ frenó en seco atento a tu orden. Los invitados te observaban con una sonrisa a flor de labios, con sus copas en mano, con alcohol en su sangre, sin importarles sinceramente nada de ti, ni de tu actuación estelar. Fue entonces que levantaste tu copa y todos lo hicieron al unísono. Sonreían. Sonreías. Ella te observaba, con una sonrisa en sus labios y con sus ojos fríos cargados de recuerdos. Sí, sus ojos te recordaban y aunque no lo creas aún sentían dolor por ti.

Dijiste unas cuantas palabras alusivas a tu edad, a la vida, al amor, a los enamorados, al destino y al tiempo. Palabras que en algún punto ni vos te creías, pero las dijiste al fin. Entonces todos brindaron al aire, y a continuación todos aplaudieron. Menos vos. No, vos no. Solo te limitaste a poner tu mirada roma y a recordar el día que ella te beso en el parque. Ambos sentados en el suelo, hablando de las cosas bonitas que ha ambos les gustaban. Su mirada, esa que se enquistó en tu mente y se mantiene como una mina de la Segunda Guerra Mundial en tu corazón, esa misma mirada te perforaba ahora las pupilas y te tatuaba el alma. Y el beso. Encontrar sus labios finos, el sabor de su saliva, la sensación de la libido arremolinándose a lo largo de todo tu cuerpo, la explosión en tus sienes, el sudor en tus manos, la inconsciencia del momento que estabas viviendo y el reconocimiento auténtico de estar viviendo uno de los momentos más inolvidables de tu vida, esos, que serán parte del libro invisible de tu historia.

Cuando volviste, cuando fuiste de nuevo vos mismo, la fiesta continuaba y ella se marchaba con su compañero. Ahora la música era romántica y vos sentías desintegrarte. Eras un cometa chocando contra la atmósfera, destrozándote en mil pedazos, en millones de partículas. Te preguntaste: ¿cómo hiciste para meterte en mi ser?, y no podías responder, pues carecías de respuestas certeras, seguías siendo imperfecto antes una mujer tan perfecta.

La viste salir por la puerta mientras observabas la silueta de su cuerpo, ese mismo cuerpo que ella se había encargado de mostrarte en su desnudez total, una noche inesperada, en el cuarto de un hotel alojamiento. Dejaste caer la copa. Tus dedos cedieron. Tus piernas se aflojaron. Sentiste caer, pero no lo hiciste.

Varias horas después ya no quedaban invitados. Estabas solo. La casa desordenada, el aire proveniente del lago entraba a raudales por los grandes ventanales haciendo que las cortinas flotaran como muestras fantasmales. Los sirvientes te encontraron sentado en medio del salón, con tu camisa empapada en sudor, tu mirada catatónica observando hacia el lago, hacia la nada, en una mano una copa, y en la otra, un pañuelo, de esos que las mujeres usan en su cuello y perfuman con su piel como si con ello quisieran dejar su propia huella.


Así fue tu cumpleaños número cuarenta y uno.





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(Imagen http://goo.gl/WsOla)

lunes, 6 de mayo de 2013

Superhéroes





Reviso otra vez la pila de revistas y vuelvo a ordenarlas, con cierto aire nervioso, pues no puedo controlar mi fanatismo y mi torpeza en la acción. Las pares, las impares. Los números consecutivos. Las nuevas, las más viejas. Tengo muchos modos de acomodarlas, ordenarlas y desordenarlas al punto tal que yo me entiendo y reniego de mis modos, un tanto rebuscados, de ordenamiento. Mientras sigo en la tarea, en esa rutina diaria a la cual le dedico un tiempo cada día de mi vida, escucho el sonido del timbre: una pulsación, dos, tres. Imagino a una persona impaciente parada frente a la puerta de calle. Tal vez un anciano, o un cobrador de impuestos. Medito y sopeso las posibilidades que mi mente dispara como dardos: a un lado la estiba de revistas, al otro lado la puerta de calle, y tal vez alguien desconocido que pretende, sin saberlo, quitarme el tiempo que dedico a mi afición. Espero. Sigo esperando.

Como el timbre no vuelve a sonar vuelvo a la tarea de reordenamiento de mis revistas. Son todas de cómics. A muchas las conservo desde niño. Algunas están autografiadas por dibujantes excelsos. Otras por mi padre, o mi tío, cuando me las regalaban para ocasiones especiales, como mi cumpleaños o eventos importantes como al pasar de curso, o ayudar en alguna tarea de la casa. Esos regalos solían ser especiales. Siempre los esperaba. Sabía que mi padre o mi tío se aparecerían con algún número difícil de conseguir y me jactaría de tenerlo entre mis manos. He completado colecciones enteras gracias a ellos. Me es difícil, imposible diría, olvidar el esfuerzo puesto por ambos en la ubicación y adquisición de dichos ejemplares. Recuerdo a mi tío recorriendo casi medio país en busca del local comercial de un loco coleccionista que ofrecía por internet los primeros ejemplares de Nippur o D’artagnan.

— ¿Sabes?, hay un hombre, allá, en Santiago del Estero, que vende los primeros números de Nippur. Iré a ver si puedo conseguirlos, ¿quieres?…

Y mi cara desbordaba de felicidad y estallaba en una sonrisa plena y radiante.

Mi padre no se quedaba atrás. Solía viajar a Buenos Aires y se recorría todo San Telmo en busca de recovecos que pudieran alojar algún que otro ejemplar extraño que a mí podría interesarme, algo que él sabía yo no tenía en mis colecciones, o mejor aún, algún ejemplar autografiado por algún dibujante o guionista famoso de cómics. Tras su regreso dejaba sobre mi silla de ruedas un paquete forrado con papel madera, atado con hilo lonero, con una tarjeta que siempre rezaba lo mismo: Para mi amado hijo y su maravilloso mundo… Era lo más. Mi padre era lo más.

Tocan el timbre de nuevo y ahora me asomo a la ventana. Miro, y tras correr levemente la cortina observo al hombre parado frente a la puerta. Es el viejo Rufino Marcos. Siento un torrente de alegría que me recorre de la cintura hacia arriba. Me apresuro y voy a abrirle la puerta. En ese ínterin por mi cabeza corren muchos pensamientos: Querido Rufino Marcos ¡que excelente amigo eres!, ¡todos en algún punto de nuestra vida deseamos conocer y atrapar para sí un amigo como eres tú en la vida! Entonces abro, y ahí está Rufino Marcos, parado frente a mí, agachándose un poco, dándome un fuerte abrazo, preguntándome cómo me va, y diciéndome lo mucho que me ha extrañado desde el otro día que ha sido la última vez que nos hemos visto. Hay cierto aire de superhéroe en él, lo reconozco siempre; no obstante mis pensamientos se relajan y calman, mi lengua no articula, y una vez más solo digo: Hola, Don Marcos, y siento la presión del vacío a mi alrededor mostrarme sus fauces como si se tratase de un monstruo acechante en las sombras, mis sombras, capaz de intimidarme lo suficiente al momento de mi flojera expresiva, de mi falta de afecto espontáneo.

Rufino Marcos vuelve a pararse delante de mí, ahora me observa como esos amigos que hace años no se ven: con amplia sonrisa, ojos cargados de brillo, gesticulaciones rápidas y expresivas. Me siento la víctima rescatada justo a tiempo por el superhéroe. Lo hago pasar.

— Necesitaba hablar contigo —me dice— Es algo que he venido callando, sin poder hablar con nadie, pero necesitaba hablarlo con alguien y dejar de contenerlo y gritarlo en silencio. Te he elegido. Sabes que eres mi pequeño gran amigo…

Lo observo y no me lo creo. Rufino Marcos, el viejo que siempre está dándome consejos sobre la vida o de cómo tengo que manejarme en ella ahora está en el comedor de mi casa paterna, dialogando conmigo y comunicándome que necesita expresarse, y que para tal expresividad quiere que yo sea objeto receptivo. Siento cierto halago hacia mi persona por tal motivo.

Nos miramos, lo invito a tomar asiento en frente de mí.

— ¿De qué se trata?

— Se trata de la niña Hernández —dice el viejo.

La sorpresa casi me tira de la silla de ruedas. Observo como el viejo está nervioso, y enjuga el sudor de su frente en un pañuelo que ha sacado del saco.

— ¿Y qué hay con la niña Hernández? —pregunto con demasiada ingenuidad.

— Pasa… pasa que me he enamorado de ella.

Y el amor es así, pienso. Ahí, en frente mío, mi superhéroe ha caído a tierra, envuelto en su capa un tanto deshilachada, y lo veo mirarme como esos animales que están listos para el desguace, pidiendo clemencia de cualquier pensamiento aniquilador, extendiéndome una mano invisible que lo ayude a erguirse y a continuar con su misión en aras de la humanidad.

— Pero la niña Hernández tiene mi edad, Don Marcos. Usted bien podría ser su abuelo —digo con cierto aire de malicia mientras observo como las facciones del rostro del viejo se van resquebrajando y perdiendo elasticidad, hasta asimilarse a rápidos trazos de lápiz de la mano de un dibujante.

— Lo sé. No creas que no lo sé. Pero a pesar de que lo pienso, no puedo hacerle nada. Me siento profundamente enamorado.

El viejo cae sentado en la silla y toma su rostro entre sus manos. Atino a posar una de mis manos sobre su hombro, pero no puedo, siento que ese gesto lo haría sentirse un poco más miserable. Luego me mira y noto en su mirada la opaques de la tristeza y desazón. Necesito sacarlo de ese trance, reanimarlo, volverlo a la vida cotidiana en donde él siempre es mi superhéroe y está al pie del cañón ayudándome, cuidándome, aconsejándome y tratando de que mis días sean lo más soportables posible. Me rebano los sesos pensando y no encuentro una sola idea. Todas las ideas tienen una consecuencia dura. Claro que es algo lógico —me digo—, ¡pues mi anciano amigo se ha enamorado de una niña de mi edad!

— No piense —me salió decirle.

— No es fácil, hijo.

— Pues es fácil, tan solo no piense…

Rufino Marcos se acomodó en la silla, apoyó los codos sobre sus rodillas y puso su rostro muy cerca del mío.

— Ya te he dicho: no es fácil —dijo mirándome fijamente a los ojos y sosteniéndome la mirada—. He pensado mucho esta situación. Tanto que hasta he llorado por las noches en soledad. Quisiera que no hubiera sucedido, pero no ha sido así, sucedió...

Entonces recordé que mi padre solía decirme que a Rufino Marcos nunca se le había conocido una novia, ni una amante, nada. Soledad, mucha soledad, sí, esa parecía ser una constante en la vida de mi amigo.

— No te pido me salves, ya estoy condenado. Tampoco te pido me ayudes, pues de este tipo de cosas se sale solo a flote o te hundes para siempre. Solo quiero expresarme, contártelo todo, y que desde allí, desde tu sillita, me escuches y yo pueda volver a verme reflejado en el brillo de tus ojos. No es mucho lo que te pido creo…

No, no era mucho. Más bien era nada.

— Claro, aquí estoy, no me escaparé a ninguna parte —dije.

Rufino Marcos sonrío por lo bajo, casi con cierto aire de alivio y agradecimiento. Comenzó a narrarme una historia que sonaba increíble a mis oídos. Era una verdadera historia de amor. Un anciano enamorado platónicamente de una niña en pubertad. Lo escuché atentamente durante más de media hora, y luego otra hora casi completa insertando bocadillos y anécdotas que enriquecían lo monótonamente contado. Tras el último punto final sus labios se sellaron y sus ojos quedaron fijos en los míos, expectantes, esperando que yo dijese alguna palabra, alguna conclusión al respecto, o bien que me quitara el abrigo y desplegara mi capa de superhéroe para ir en su ayuda.

— Caminemos –le dije—, la tarde está preciosa.

Así lo hicimos. Asió las manijas de mi silla de rueda y caminamos rumbo al parque. Recorrimos gran parte del viaje en silencio. Cada tanto él me hablaba de algo que observaba, tal como pájaros, alguna rama de árbol caída, carteles de comercios recién abiertos o cerrados, inclusive de un párrafo de un poema de Neruda. Nada de su “tema”. Tras llegar eligió un banco en pleno pulmón del parque, desde el cual podían contemplarse claramente los álamos plateados, los pinos, y los fresnos enfilados hacia la costanera que da al río.

— Magnífica elección, Don Marcos.

Él solo asintió con una sonrisa y luego se desplomó en el banco. Yo, como siempre, sentado en mi silla a su lado.

— Si pudieras volar y miraras a la gente desde arriba encontrarías a muchos como yo —dijo. Para el amor no hay edad, hijo. Si surcaras los cielos encontrarías las cosas más alocadas por doquier. La gente enamorada es algo de lo más loco que puedes encontrar. Si pasaras caminando y me vieras sentado aquí tal vez te parecería un anciano normal, de esos que vienen a matar el tiempo en sus últimos años de vida en las plazas solitarias. O tal vez pensaras que me siento demasiado solo y la soledad del departamento donde pueda residir me ha asfixiado a punto tal que he salido a caminar y he venido a parar aquí. Sin embargo, si aguzas tu vista y tu percepción del mundo circundante, verás que la gente expresa mucho más que eso, y los enamorados somos demasiado expresivos. — De ese modo sería un superhéroe único, Don Marcos ¡Nunca se me había ocurrido! — Volar es metafórico. He querido hacerlo así para que te imagines observando al mundo distinto al resto. Puedes caminar y ver al mundo con otros ojos y salirte del común denominador. Puedes ayudar, salvar, socorrer, entender, comprender, abrazar, dar una mano, sonreír, y muchas cosas más si logras comprender el mundo que te rodea y las personas que se mueven dentro de él. En parte, gran parte, esos sería un superhéroe único, jamás visto, que no se luce con musculatura fenomenal, ni capa multicolor, ni visión de rayos X. No, serías un superhéroe encubierto, capaz de aparecer de la nada como lo hace un superhéroe y minimizar a esos villanos invisibles que afligen a los seres humanos y los toman como víctimas: amor, desamor, pérdidas, lágrimas, etc, etc, etc. Créeme, el mundo necesita de superhéroes así.

Nos mantuvimos en silencio un buen rato. Hojas amarillentas de los fresnos caían cada tanto tapizando el verde del césped. A lo lejos sonaba el trinar de pájaros y el chirrido ensordecedor de loritas salvajes. Tan solo cerrando los ojos y escuchando aquel mundo que nos cobijaba parecía que la vida daba señales claras y fuertes de lo maravilloso que era transitarla. Miré a Rufino Marcos de soslayo. Estaba meditabundo, ensimismado en sus mundos interiores, tal vez pensando en la niña de la cual se había enamorado, sopesando la ridícula e inexplicable situación que a su edad le tocaba vivir. Sin embargo él no claudicaba. De algún modo le agradecía a la vida sentirse enamorado aun sabiendo que su amor era prohibido, era algo en contramano, que tan solo entendía su corazón enamorado pero no la lógica humana. El corazón no entiende de lógicas, eso me hubiera respondido de poder leerme los pensamientos. Así, en un mutismo sublime, nos mantuvimos un rato más hasta que decidimos regresar.

El camino de regreso fue más largo y silencioso que el de ida. El anciano caminaba con el mismo ensombrecimiento que había adquirido en el último momento que transcurrió en la plaza. Me di cuenta que él necesitaba de un superhéroe, y ahí estaba yo…

— ¿Puede detenerse un instante, Don Marcos?

Tras detenernos el anciano dio la vuelta, se puso en cuclillas y tomándose de las barandas de mi silla me contempló.

— Dime, ¿qué pasa?

— Yo también estoy enamorado de esa niña… —dije sin vacilar. No de ahora, sino de hace un par de años, más precisamente desde que la vi por primera vez. Sin embargo nunca supe verdaderamente lo que es el amor hasta recién, hasta verlo en sus ojos, en el tono de su voz, en el modo en que hablaba de ella ¿Será que el amor es distinto para cada persona? No lo sé, Don Marcos. Puedo decirle que yo a ella la amo a mi modo. Al modo de un niño tal vez. Pero tiene el mismo filamento duro e imposible de cortar que el amor que usted siente por ella. Lo curioso es que tal vez ella nunca se entere del amor que le profesamos. También estoy aprendiendo eso. Se puede amar en silencio y así jamás ser escuchado.

Entonces se paró, friccionó enérgicamente sus rodillas, y me esbozó una sonrisa.

— La vejez, niño…

Ya recompuesto observó hacia los cuatro puntos cardinales y tomó una honda bocanada de aire puro y fresco. Volvió a acuclillarse frente mío, y entonces me habló como lo haría un superhéroe cuando rescata a una víctima y la deja sana y salva:

— En el amor no hay héroes. En algún momento todos sucumbimos y sufrimos, todos hacemos daño de una u otra manera, es como un juego de ruleta rusa el cual se escapa a la comprensión y se basa mucho en cierto azar. Podemos tomar el rol heroico e intentar salvar un amor, pero el mismo sentimiento, tras verse sorprendido por el acto, tarde o temprano nos hará pagar. O podemos callar un amor, como lo hago yo, y en ese ahogo convertirnos en un antihéroe. Amar es cosa de valientes, niño. Los cobardes no aman. Tú eres valiente. Dile entonces a esa niña cuánto la quieres… ¡No lo calles!

— Entonces, ¿usted porque calla?

— Callo porque mi amor por ella es un amor distinto al tuyo. Mi amor por ella es un amor platónico e idílico a mi edad. Peco por soñador. En cambio tu amor, es un amor de semilla que se echa y enseguida brota, deja crecer una raíz que tomará vigor y fuerza, que permitirá hacerlo crecer bien aferrado, y si el tiempo y la vida lo permiten grabarán en los corazones de ambos parte de la historia de sus vidas ¿Ves? No se necesita volar. No se necesitan músculos. No se necesita una capa multicolor para ser un superhéroe, que luche por el bien, por la vida, y por el prójimo, y por lo que quiere. Si amas, niño, serás un superhéroe con muchos poderes, créeme.



Han pasado muchos años desde entonces. Estuve casado durante seis años, conocí a muchas mujeres, amé y me amaron. Sobre los estantes de un armario en una de las habitaciones tengo cientos de ejemplares de revistas de comics: Nippur, D’artagnan, Dago, Wolf, Súperman, El Hombre Araña, y así unas decenas de superhéroes extraordinarios que llenaron mis días de niñez y adolescencia con sueños vívidos de superación y heroísmo, con historias atrapantes cargadas de tonalidades rebosantes de experiencias de vida. Me aferré a ellos, desde muy niño. Y ahora descansan apilados entre miles de páginas que ya ni siquiera hojeo de vez en cuando. Sin embargo siempre recuerdo a Rufino Marcos y sus consejos. A Rufino Marcos y sus miradas.

El día que falleció me lo comentó mi padre. Yo estaba en mi habitación y vi entrar a mi padre con aire abatido. Se sentó al borde de la cama, colocó su mentón entre sus manos y me miró con ojos tristes y lánguidos.

— Rufino Marcos ha muerto.

Esa tarde pasé todo el tiempo acomodando mis revistas de comics en el armario y en la biblioteca de la casa. En silencio, sin hablar con nadie. Escuchaba la radio a lo lejos, veía con el rabillo del ojo a mi padre sentado en el sofá tomando mate y escuchando tangos, con la mirada perdida en la ventana, observando la nada, sopesando la pérdida. Yo pensaba en mi amigo fallecido, en el amor que jamás se había atrevido a confesar a nadie por aquella niña y en las innumerables veces que se había comportado como un superhéroe conmigo. Ese recuerdo aún hoy invade mi memoria por momentos. Me veo a mí mismo en la soledad de la habitación moviendo la silla de ruedas de acá para allá, acomodando revistas, sufriendo por uno de mis superhéroes caídos en su ardua batalla en pos de mi salvación.





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 (Imagen tomada desde la web)

miércoles, 17 de abril de 2013

Intersecciones






1. La felicidad efímera

Hay un hombre, cuarentón, bien parecido, de voz débil y movimientos corporales pausados, que se sienta al lado de su cama y contempla a su pareja dormir. Lo hace con dulzura observando las facciones del rostro que hace ya cuatro años contempla a diario. Sin embargo no hay mañana que no descubra algo nuevo en ese otro ser que conforma su vida. Piensa: eres única; y con ese pensamiento en su mente, toma el portafolios y sale a la calle cerrando la puerta tras de sí.

 Al llegar a la parada del colectivo ve a una joven escuchando música con auriculares. La joven tararea una canción que él no conoce, no obstante el ritmo le agrada, por eso sonríe, mira al piso, juega con la punta de su zapato en las ranuras de una baldosa, y vuelve a recordar a su pareja. Ahora un nuevo pensamiento lo invade todo: ¿Cuánto durará esta felicidad?, pero de repente el pensamiento se esfuma, el colectivo ha doblado la esquina, las demás personas se aprestan a ascender, él se olvida de todo.


2. Electroshock

El colectivo arranca y avanza raudamente por la calle. Detrás, por la mano derecha, lo sobrepasa una ambulancia. Dentro de ella un médico y una médica van charlando. La médica piensa en cuánto le gusta el médico, pero él no piensa en ella, tiene sus pensamientos sumidos en la depresión de su madre y en los costos fijos del mes para mantenerse. La ambulancia ahora dobla por la avenida principal, cruza un par de bocacalles, y se detiene frente a un viejo edificio. Los médicos tocan el portero, y un anciano los atiende. Enseguida bajan una camilla y suben escaleras arriba. Dentro de un departamento amoblado con viejos muebles y poca luz, una anciana, la madre de la mujer del hombre cuarentón, ha tenido un infarto y se encuentra en trauma. El anciano está pálido, piensa en su hija, la cual duerme, la cual ahora está sola en la casa del hombre cuarentón que se ha marchado a su trabajo.

 Los médicos suben la camilla a la ambulancia. Encienden la sirena y avanzan velozmente por la avenida principal. La médica va con la anciana. Piensa en la muerte y en lo poco de vida que le queda. El médico ahora mimetiza a la anciana con su madre y una extraña opresión se apodera de su pecho.

 Al llegar al hospital ingresan a la anciana a terapia intensiva. Le hacen resucitación cardiopulmonar y electroshock. Inyectan líquidos densos en sus flácidas y transparentes venas. Los médicos y enfermeras se miran. No hay nada por hacer. Se ha ido. En una casa cercana, a pocas cuadras, una joven de repente se despierta, mira la habitación, su pareja se ha ido a trabajar, sin embargo presiente que esa mañana algo ha pasado, tal vez un mal sueño...—se dice y vuelve a dormirse.


3. Miss Libido.

 Una de las enfermeras sale de la terapia y se dirige al sanitario. Se encierra en un baño y se echa a llorar. La muerte de la anciana le hace recordar a su madre fallecida. Se angustia en demasía. Los pensamientos la hacen presa fácil de la situación. Escucha entrar a otras mujeres al sanitario. Hablan de ropa, de zapatos, de hombres. Una le cuenta con lujo de detalles a la otra como ha sido su noche sexual. Le grafica con palabras el modo en que su amante la penetraba y le daba un placer único. Ríen y lo hacen en complicidad. Ahora hablan del amante de la otra. Es casado, y eso, la excita más, lo inescrupuloso la erotiza de sobremanera. La enfermera seca sus lágrimas y ahora sus pensamientos se desvían a las mujeres y sus vidas sexuales. Piensa también en su hombre, el cual ahora mismo estará recorriendo las calles de la ciudad manejando uno de los colectivos de las líneas locales, ¿Me deseará como lo hacía cuando apenas nos casamos? La duda la corroe.

 Las mujeres salen del sanitario tras retocarse el maquillaje. En ese instante la enfermera abre la puerta del baño y las ve. Una de ellas es la médica de la ambulancia.


4. Lonely Boy

 El colectivo se detiene en la parada frente a la playa. El hombre cuarentón baja y se dirige a su puesto de trabajo. El chofer del colectivo lo ve marcharse. Lo reconoce. Hace más de cuatro años ese hombre del portafolio hace el mismo recorrido. Día tras día menos los feriados. Nunca ha fallado. Piensa en la vida del hombre, en su familia, en cómo será estar en sus zapatos. El chofer observa por el espejo retrovisor, aún quedan pasajeros descendiendo. La chica de los auriculares está tomada del pasamano y se mueve rítmicamente al compás de la música que atraviesa sus oídos. Ella piensa en la chica que le gusta y a la cual no se atreve a decirle lo que siente. Toma su iPod, busca canciones, escoge “The Way It Was” de The Killers y vuelve a mirar por la ventanilla. Observa la playa, las gaviotas revoloteando por la explanada, el sol produciendo el brillo sobre el mar, y en el horizonte un par de barcos. Su mirada se queda ahí. Sus pensamientos se concentran en la inmensidad y en el amor que ella misma auto frustra.

 El colectivo arranca y levanta velocidad. El hombre cuarentón se detiene frente al comercio que administra. Abre la puerta, enciende la radio, la cafetera, la computadora y la caja registradora. Ahora el local ha vuelto a la vida. En la radio suena una canción de The Black Keys, “Lonely Boy”, que lo estremece. Baila, se contornea, canta. Por unos minutos se olvida del mundo circundante.

 Afuera el sol es radiante. Será un día pleno en la playa y augura muchas ventas. Su vida no podría ser mejor.


5. Amor y Muerte

 La mujer del hombre cuarentón atiende su teléfono móvil. Una médica con voz suave y pausada le comunica un puñado de palabras que jamás quieren ser escuchadas por nadie. Sus ojos se inundan de lágrimas. Se siente caer en un pozo, hondo, oscuro, húmedo. Piensa en su madre, en que ya no está, en su pobre padre, en el hombre cuarentón que ahora es el amor de su vida y que tampoco está. Su mundo circunscripto parece ahuecarse mientras las paredes se desmoronan y caen al pozo. Sus manos tiemblan. Llora. Grita. No hay Dios que entienda.

 Afuera un barrendero de la empresa de limpieza escucha los gritos y el llanto. Se compunge. Piensa en que alguien la está pasando mal, que el mundo está dado vuelta, que no todo el mundo es feliz. Continúa con su tarea y en su interior una fuerza emerge y le hace esbozar una sonrisa: es feliz con su esposa, y con su hija adolescente, que ahora viaja en un colectivo de la línea local, rumbo a su escuela, y seguramente lleva sus auriculares puestos y va escuchando su música preferida.

 La chica de los auriculares llega a la escuela. Abre su mochila, saca un fibrón, escribe en su banco: Lucía, TE AMO.


6. La Lluvia

 El hombre cuarentón atiende la clientela, despacha mercadería, manipula su rutina. Al mediodía cierra la puerta y se dispone a comer, pero antes, se toma un tiempo y se dirige a la computadora, abre su programa de chat y escribe: ¿Estás?... te extraño En la pantalla una respuesta se manifiesta: Sí… aquí estoy… yo también te extraño y te amo… Mira hacia la playa por una ventana, observa las olas, y se angustia, cae preso de sus propios remordimientos.

 Una médica en la sala de descanso de un hospital cercano sonríe y da diminutos sorbos a una taza de café. Mira la pantalla de su computadora portátil y chatea con varios hombres a la vez. A todos ama, a todos desea, a todos quiere, sin embargo ella no ama, no quiere, pero sí desea, y ese deseo la mantiene hueca, envuelta en una crisálida, carente de todo tipo de sentimientos que la asocien y comuniquen con un verdadero amor.

 La médica enciende la radio y escucha las noticias, dentro de las cuales una la sobresalta: una joven con unos auriculares en su cabeza acaba de suicidarse en una escuela secundaria, pero antes ha escapado de clases, ha dado muerte a sus padres, y a una amiga. Piensa en lo loco que está el mundo y vuelve su concentración a la computadora.

 El mundo parece bullir. Afuera ahora se levantan unos nubarrones grises y oscuros sobre el horizonte. Parece que pronto lloverá. La lluvia que todo lo limpia, que todo lo calma, que arrastra los cambios, que unifica, que acobija a todos debajo de su manto líquido y húmedo.



 Alguien ahora duerme, otros se despiertan, otros tiene sexo, algunos engañan, otros se enamoran, muchos ríen, otros tantos lloran, muchos mueren.




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(Imagen: Timothy Pakron en Tumblr)