lunes, 14 de abril de 2014

Engranajes



No todos los hombres son iguales en materia de amor. Los hay de diversos tipos, inclusive de gustos y placeres tan excéntricos que asustarían hasta un mismo demonio. Siempre he sido hombre cazador de presas de distinta dificultad. A veces me he decantado por las difíciles y bellas y otras por las discretas o no muy agraciadas. Digamos que he tenido siempre un amplio espectro de menú; un menú en donde la belleza variable era la recomendación de la casa. De todos esos recuerdos siempre sobresalen algunos que tienen mayor fuerza. Eso que los destaca no siempre es lo mismo: a veces lo es el amor, otras el engaño, o el olor a la piel, o bien las risas o también la perfecta conexión de las carnes entre las sábanas.

La más hermosa de todas esas mujeres ha sido una alemana, diminuta, de risa fácil y gestos rápidos y gráciles. Nos conocimos en un garito de mala muerte una noche de otoño cuando los primeros fríos comenzaban a caer sin aviso sobre la ciudad. Congeniamos enseguida y así también copulamos sin problema alguno. Era callada, sin mucho entusiasmo por las cosas que a mí sí me movilizaban. No le gustaba la literatura, ni la música de Pink Floyd, tampoco reparaba si mi perfume era francés o de un catálogo de vendedoras ambulantes, solo se limitaba, y con mucha claridad, a decir alguna que otra frase grosera en un alemán mezclado con criollo y a revolcarse conmigo bajo las sábanas tantas veces como le diera la gana.

A decir verdad yo consideré que iba a poder manejar aquella situación, pero poco a poco me fue imposible. Solía desnudarse en frente de mí y mirarme con cara triste, como si la vida justo en ese preciso instante le hiciera rendir un examen de consciencia. Sufría, y la verdad no sé por qué. Jamás nos contábamos cosas íntimas, ni cómo nos sentíamos, ni qué programa de televisión habíamos visto la noche anterior. Todo se resumía al acto sexual y al momento previo y posterior, tal como si se tratara de un bucle atemporal en donde ambos confluíamos para luego ser engullidos por algún agujero negro que aparecía de la nada.

Nos veíamos en un cuarto alquilado, en una vieja casona que regenteaba una mujer de edad, entrada en kilos y de carácter horrendo. A veces llegaba ella primero, otras yo. No importaba quien lo hiciera primero, sino que ese debía preparar la habitación para el momento. Se había convertido en un ritual, tal vez de los más raros que yo haya tenido con mujer alguna. La alemancita era una criatura dócil y juguetona que le encantaba mi criollez. Su piel blanca, por momentos parecía translúcida y casi en extinción. Era hija de primera generación de extranjeros que habían llegado al país en busca de un horizonte redentor que los cobijara de las tempestades de la vida y las inclemencias de los hombres. Soñé con aprender alemán con ella, pero no me fue posible, ella se negaba a muerte, como si de una vez por todas quisiera erradicar su lengua nativa y convertirse en una criolla pálida de ojos color cielo.

Así fue que mantuvimos una relación que duró un par de años hasta que uno de los dos (aún no sé bien quién fue) se cansó y arrojó la toalla, en el instante oportuno antes de un verdadero knock out que nos terminara derribando a ambos.

El día que nos despedimos lo hicimos con lágrimas en los ojos. Pocas, pero sentidas. Ella me besó en la mejilla y me dio un abrazo escueto colgándoseme del cuello. Tras soltarme cruzó la calle y tomó del brazo a un hombre regordete, con traje ceñido que estaba esperándola en la acera con un ramillete de violetas en la mano. Comenzaron a caminar calle arriba con paso cansino, como si se conociesen de toda la vida y ella le contara todas aquellas vivencias ocurridas a la hora de la siesta cuando su cuerpo se entrecruzaba con un criollo provinciano. Cuando ya casi los perdí de vista su silueta pareció darse vuelta y mirar hacia mi lado, pero pienso que solo fue un mero engaño de mi visión, o del sol jugándome una mala pasada, o tal vez del fantasma del amor burlándose de mí, en medio de aquella gélida siesta invernal.


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