viernes, 15 de agosto de 2014

Quien habita en mí



Lo que toco se deshace. Es algo inevitable. Sucede desde que tengo memoria. Y no me estoy refiriendo a cosas materiales, no, sino a esas cosas invisibles que todo humano lleva dentro y ninguno sabe explicar bien que son. He llegado a maldecirme. En silencio oro con los ojos cerrados invocando a un único Dios, o también a varios —muchas veces me es indistinto—, sin llegar jamás a obtener respuesta alguna.

Mi modo de tocar es sutil. Llega al punto de no darme cuenta que lo estoy haciendo. Pero es el tiempo y la vida misma quienes con su dedo hostigador me señalan acusatoriamente haciéndome caer en la depresión y la culpa. He roto corazones, mentes, almas, sentimientos, inclusive hasta espíritus. Se han deshecho delante de mí, pulverizado, evaporado…

¡Bravo! grita esa parte endemoniada que me habita. Se sonríe desde los rincones de mi profundo yo. Sus ojos, luminosos e incandescentes, brillan fantasmagóricamente cada vez que tiene éxito. Y yo sucumbo. Caigo en picada libre a un abismo cuyas fauces me devoran con serenidad, paladeando a gusto mis penas y dolores.

No hay nadie que ya quiera acercarse a mí. En el pueblo la noticia corre como reguero de pólvora y los pueblerinos me rehúyen, evitándome en todo aspecto, incluso lo hacen hasta los animales. Mi punto de hartazgo se ha superado hace ya mucho tiempo, tanto que casi he perdido la cuenta. Era un adolescente cuando me percaté de la bestia que habita en mis cavernas interiores, y con la cual comencé a llevar terribles batallas en noches de sueños e insomnio. Pero jamás desistió. En realidad le encanta habitar en mí.