sábado, 7 de mayo de 2016

Liviandad

Difícilmente el señor M podría explicarle lo sucedido a la policía. En medio de sus gesticulaciones y su verborragia totalmente inexpresiva terminó dando una versión totalmente errónea de los hechos, tan torpe que terminó perjudicándolo.
El policía que estaba a cargo de la investigación lo observaba con cierto aire detallista. Lo hizo durante un buen tiempo sin pronunciar palabra. El señor M seguía en su embrollo, intentando explicar algo que no tenía pies ni cabeza. “Pobre hombre”, dijo el oficial para sí. Fue un pensamiento genuino y espontáneo. Aquel hombre nervioso, sudado y visiblemente alterado no tenía forma de desprenderse de los hechos que lo imputaban.
—Estimado señor —dijo el oficial de policía al señor M—, por más que intente aclarar los hechos salta a la vista que usted es el culpable…
—¿Acaso no puedo intentar al menos defenderme aclarando los hechos desde mi punto de vista? —dijo M.
—Lo ha intentado desde hace un largo rato… sin embargo cada vez que abre la boca su culpabilidad es más evidente. Le ruego calle. Por su bien se lo digo…
Entonces el señor M calló. Bajó su mirada e inmediatamente su interior se derrumbó como lo hiciera una gran torre al ceder sus cimientos. El oficial de policía le colocó las esposas, le leyó sus derechos y terminó por mirarlo fijamente a los ojos.
—La verdad —dijo el oficial de policía—, que este hecho tan sangriento es algo totalmente aberrante. Dios se apiade de su alma, señor…
M seguía en silencio.
—Verá usted, si cuenta toda la verdad en el Cuartel de Policía, ¡absolutamente toda!, entonces puede que su pena sea leve… de lo contrario pasará mucho tiempo tras las rejas. Lo siento. Usted me ha parecido un buen hombre apenas lo he conocido, pero este acto tan sangriento habla totalmente lo opuesto.
Entonces M miró al joven policía.
­—La amaba… le juro que la amaba, oficial…
Los ojos del oficial se cargaron rápidamente de lágrimas. Pudo apenas contenerlas por unos segundos y luego rodaron por sus mejillas. Por un instante pensó en el dolor del asesino, en ese instante ciego que se oculta tras la mente primitiva, y decidió perdonarlo en su fuero íntimo. Un manto de piedad. Un perdón invisible, quedo.

Finalmente lo condujo a paso cansino hacia el patrullero. Agachó la cabeza de M y lo acomodó en el asiento trasero. Volteó hacia el lugar de los hechos y vio un silencio insistentemente voraz y profundo. La noche caía con un manto de humedad que lentamente lo iba cubriendo todo. El cadáver de la amante de M era fotografiado por personal de la jefatura, sus compañeros hablaban por radio y otros examinaban los alrededores, las luces de los patrulleros teñían los alrededores de un melancólico tinte rojizo y azul. Allí no quedaba más nada. De todas las almas una se había desvanecido, y tan solo Dios sabía dónde. El culpable seguía con la suya, pero ahora cargada de un peso imposible de quitar…

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