Difícilmente el señor M podría
explicarle lo sucedido a la policía. En medio de sus gesticulaciones y su
verborragia totalmente inexpresiva terminó dando una versión totalmente errónea
de los hechos, tan torpe que terminó perjudicándolo.
El policía que estaba a cargo de
la investigación lo observaba con cierto aire detallista. Lo hizo durante un
buen tiempo sin pronunciar palabra. El señor M seguía en su embrollo,
intentando explicar algo que no tenía pies ni cabeza. “Pobre hombre”, dijo el
oficial para sí. Fue un pensamiento genuino y espontáneo. Aquel hombre
nervioso, sudado y visiblemente alterado no tenía forma de desprenderse de los
hechos que lo imputaban.
—Estimado señor —dijo el oficial
de policía al señor M—, por más que intente aclarar los hechos salta a la vista
que usted es el culpable…
—¿Acaso no puedo intentar al menos
defenderme aclarando los hechos desde mi punto de vista? —dijo M.
—Lo ha intentado desde hace un
largo rato… sin embargo cada vez que abre la boca su culpabilidad es más
evidente. Le ruego calle. Por su bien se lo digo…
Entonces el señor M calló. Bajó su
mirada e inmediatamente su interior se derrumbó como lo hiciera una gran torre
al ceder sus cimientos. El oficial de policía le colocó las esposas, le leyó
sus derechos y terminó por mirarlo fijamente a los ojos.
—La verdad —dijo el oficial de
policía—, que este hecho tan sangriento es algo totalmente aberrante. Dios se
apiade de su alma, señor…
M seguía en silencio.
—Verá usted, si cuenta toda la
verdad en el Cuartel de Policía, ¡absolutamente toda!, entonces puede que su
pena sea leve… de lo contrario pasará mucho tiempo tras las rejas. Lo siento.
Usted me ha parecido un buen hombre apenas lo he conocido, pero este acto tan
sangriento habla totalmente lo opuesto.
Entonces M miró al joven policía.
—La amaba… le juro que la amaba, oficial…
Los ojos del oficial se cargaron
rápidamente de lágrimas. Pudo apenas contenerlas por unos segundos y luego
rodaron por sus mejillas. Por un instante pensó en el dolor del asesino, en ese
instante ciego que se oculta tras la mente primitiva, y decidió perdonarlo en
su fuero íntimo. Un manto de piedad. Un perdón invisible, quedo.
Finalmente lo condujo a paso cansino
hacia el patrullero. Agachó la cabeza de M y lo acomodó en el asiento trasero.
Volteó hacia el lugar de los hechos y vio un silencio insistentemente voraz y
profundo. La noche caía con un manto de humedad que lentamente lo iba cubriendo
todo. El cadáver de la amante de M era fotografiado por personal de la
jefatura, sus compañeros hablaban por radio y otros examinaban los alrededores,
las luces de los patrulleros teñían los alrededores de un melancólico tinte
rojizo y azul. Allí no quedaba más nada. De todas las almas una se había
desvanecido, y tan solo Dios sabía dónde. El culpable seguía con la suya, pero
ahora cargada de un peso imposible de quitar…
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